CUANDO UN AMIGO SE VA

Denisse tenía 19 años y la sonrisa más hermosa del mundo. Cuando me miraba todo era diferente, no había miedos, todas las preguntas parecían ser enviadas con su respectiva respuesta, podía sentirme imperturbable, inmortal. Denisse caminaba como si siempre se dirigiera a un altar, y sus ojos sólo sabían mirar de costado porque quizás nadie merecía de su mirada completa. Nunca se pintaba, casi siempre era natural, su piel blanca, sus ojos pardos y su cabello negro eran como para caerse de espaldas y tener tiempo suficiente para aplaudir en el suelo.

Denisse no murió, pero se fue del Perú y eso es morir un poquito. Se fue porque este país no es lo suficientemente apto como para quedarse a desarrollarse como persona, así que apenas tuvo la posibilidad decidió marcharse con rumbo a España para estudiar Filosofía gracias a una beca de la universidad de Salamanca.

-Eso es Jorge, estudiar por la mañana y trabajar el resto del tiempo- me dijo la mañana que me contó que se iba. Yo la miré como se mira a alguien que se va y le dije que se cuide porque no hay mejor espacio que el propio hogar y este, el Perú, Lima, su casa de San Isidro, era finalmente su lugar a pesar de todo.

Denisse tomó ese avión una mañana de frío limeño y de cielo, como siempre, nublado. Su madre y yo fuimos a despedirla al aeropuerto (por si acaso era mi enamorada y tenía derecho) Su madre lloró, Denisse lloró a mares en brazos de su madre que se deshacía porque se le iba su única hija y sabe Dios cuándo la volvería a ver. Yo no lloré porque no tenía ganas. Ella se iba a estudiar y no a la guerra. No lloré además porque era el único hombre ahí y debía ser supuestamente el más fuerte de los tres.

Denisse subió al avión y nos dimos el último beso que nos dimos en la vida. Su madre se quedó conmigo y luego la llevé por un café. Ya más calmada comenzó a sonreír a medida que le contaba algunas anécdotas de nuestro tiempo juntos y no dudó en tomarme el pelo con el tema de las relaciones a distancia.

Esto no lo sé ciertamente, pero quizás me habría gustado llorar en el aeropuerto y no quedarme con la sensación de pena atragantada en la garganta durante semanas, especialmente cuando me sentaba frente a la computadora a escribir y sólo leía algunos poemillas que alguna vez le dediqué, leía algunas cartas que me mandaba y llegaban tardísimas o sólo porque me acordé de aquella vez que nos hizo recordar otra vez cuando todo parecía posible.

Pero quizás no lloré porque pienso que llorar en el aeropuerto es como pensar que la persona que se va ya no volverá, es como si ese fuera el final de sus vidas juntos, como pareja, como amigos o sea cual fuese la relación existente. Después de esa partida casi siempre el que se va cambia, casi siempre se encuentra más centrado en su vida, consciente o inconscientemente, en fin, simplemente distinto a la persona que hacía adiós con lágrimas en los ojos antes de subirse al avión. Y la persona que da media vuelta y sale del aeropuerto nunca se va a casa, siempre busca a un mejor amigo o a alguien que comprenda de estas cosas para no sentirse solo. No existe nada más triste en este mundo que volver del aeropuerto a casa y no encontrar a nadie.

Todos estamos en movimiento, unos van y otros vienen, a veces como por arte de magia y otras veces por ese juego arbitrario llamado destino, como si Dios quisiera equilibrarnos el número de amigos en la vida. Así que cuando un amigo se va es porque otro u otros están cerca y necesitan de uno como uno necesita de ellos y pronto llegarán. Y creo que lo mismo sucede con quien se va. Al final siempre nos encontramos a nosotros mismos en alguien que conocemos de años o de hace unas horas. Al final un amigo no se va, no te deja, sino que va a hacer más amigos por ahí y les hablará de ti y hasta se reirá recordándote con cariño y ya sin lágrimas en los ojos ni la pena en la garganta por eso de la madurez y de aprender a vivir con lo que tenemos.

Hace cinco años que Denisse se fue, y hace cinco años que terminamos nuestra relación sentimental en el aeropuerto de Lima, hace cuatro años que estudia Filosofía y trabaja en la biblioteca central de su universidad.

Hace un año también que quizás debí llorar y decirle algo menos tonto que todo va a salir bien. Ahora me llama por teléfono en la madrugada española y noche limeña y me cuenta su vida como una novela, capítulo por capítulo. A veces quisiera decirle que la extraño o que quisiera que, de alguna manera, volvamos a estar juntos, pero eso sería retroceder cuatro años, inventarme lágrimas por un momento e impedir que la vida y Dios equilibre mi número de amigos.